miércoles, 1 de diciembre de 2010

Insomnio.

Soledades mezcladas de impureza alojan en mi habitación.
Tengo telarañas putrefactas en mi cabeza descontrolada.

Siniestros laberintos en mi cerebro me impiden una salida.

Eres pequeño como una estrella fugaz,

pero hiriente como un erizo ensangrentado y sediento.

Ya no esperare a que me dejes nuevamente, hoy, te dejare yo.

No vuelvas a tocar mis dedos o te vas a congelar.

Mis sentidos se vuelven abstractos y mis ojos se oscurecen.

Todo se transforma en interminables caparazones que no me dejan apagar la luz.

Poema Cuyano.

Para Tomás.

Lamento mucho escribir esto en tu lecho de muerte.


Cuando tienes la carita tiesa y
no respiras,
no sufres.

¿Por qué será que todo se hace después de la vida?

Quizás en que tierras te esconderás ahora.

En que huerta te encapucharás para comer lechuga,
para robarte alguna zanahoria
y mordisquearla hasta que te aburras y
cambies tu trayecto para alcanzar algún cable o un pedazo de papel de diario
y la tinta con esas letras incensatas rueden por tu estómago hinchado.

Fueron siete años de cariño, de compañía.

Tú tan roedor,
con tus patitas pequeñas corriendo hacia cualquier lado.

Tomás, llegaste como un destello  de luz a iluminar nuestra oscura casa.

Y ahora te vas, con un tumor en la pata trasera y
una mirada que me costará olvidar.

Te fuiste consumiendo como una vela que no quiere derretirse,
pero te fuiste igual.

Atrás quedó tu dolor y la agonía del veneno.

Estoy segura que algún día te encontraré en un cerro y
te contaré sobre este poema muerto.